domingo, 6 de septiembre de 2009

Últimas Imágenes

Últimas imágenes
por Gustavo Ramazzotti

Pasaron varios días hasta que decidí volver al bar. Me costaba imaginar cómo iba a disimular, cómo iba a ser la expresión de mi cara, mi mirada. Tenía que hacer de cuenta que nada había pasado, o mejor dicho, que de nada me había enterado. Sin embargo, todo el mundo hablaba de eso todavía. Algunos aseguraban haberlo visto por última vez en las vías del tren carguero, otros fantaseaban con la idea de que había sido aplastado y que su cuerpo había sido desaparecido rápidamente, para evitar el pánico o el malestar de los turistas. Y también había quienes no sentían vergüenza en decir que simplemente se había fugado de este mundo, como si se hubiera ido desintegrando mientras se alejaba del Puerto, por el camino del río hacia Avellaneda. Nadie pensó que se había ahogado. Además, los buzos tácticos de la Prefectura habían buscado durante dos semanas en las aguas, sin haber encontrado más que basura y escombros de barcos.
Claro que toda la atención se centró sobre mí cuando entré, todos buscaban otra versión del caso, alguna versión periodística, que sostuviera el mito de la verdad, que aportara una hipótesis tranquilizadora. Pero yo estaba más desconcertado que ellos. Nunca pensé que iba a tener la historia del Tano en mis manos, que iba a poder actuar sobre ella con esa irresponsabilidad. De todos modos, no era tan difícil evadir preguntas desde mi lugar. Alcanzó con decir que todos eran rumores y que no había nada confirmado, que la historia que yo había publicado en Voces del Sur era ficción, y que no me había adelantado a los acontecimientos, tal como se rumoreaba en el barrio. Había que actuar con seriedad y esperar los resultados de las investigaciones.
Lo cierto es que el jefe de Redacción no volvió a ser el mismo conmigo desde entonces, no volvió a hacer bromas ni a ironizar con estupideces ni a remarcar su supuesta superioridad sobre el resto de las personas. Su rostro y sus palabras sólo eran gestos de sospecha y de desconfianza. Parecía pensar que yo había calculado todo, sólo se limitaba a comentar cuestiones superficiales de los textos, e intentaba cerrar las conversaciones lo más rápido posible. Sin embargo, no se animó nunca a decirme lo que sentía y no volvió hablar sobre lo sucedido con nadie.
Desde aquel día, para qué mentir, yo ya no soy el mismo tampoco, no puedo dejar de pensar en todo, de sentir culpa, y de vivir con la certeza de que jamás sabré la verdad.
Lo único que se me ocurre es tratar de ordenar lo mejor posible las piezas, encontrar un principio y un final a los hechos, pero todo vuelve una y otra vez al misterio, a la incongruencia. Quizá yo deba también tomar el camino del Tano, atreverme a pasar por lo mismo, a correr cualquier riesgo. Pero soy cobarde, por eso escribo.
La calle arrastraba su paso hacia el fin del día. El barrio era un racimo de luces que se arrojaban como ofrendas por las rendijas de las persianas.

¡Tano!

A un costado del tren de carga, el piloto sobre los hombros, la mirada hacia la humedad de las ventanas, los zapatos en movimiento pendular desde la mano, saludó al pulgar en alto que desde la esquina acompañaba el grito de su apodo. Recordaba el último encuentro que había tenido con Carla, su pelo oscuro con ondas largas. Su memoria almacenaba el adiós, episodios absurdos que pronto devendrían en palabras.

Sentado en el cordón de la vereda, aprovechaba una brisa para despegar los dedos de las medias de nylon y agitarlos, como si la frecuencia del movimiento comprobara que a pesar de la humedad, permanecerían en su sitio. El tren arrancó. El eco de la marcha parecía escucharse a lo lejos, ya casi de noche, a la hora en que el domingo era naturaleza muerta en las canchas, los hipódromos y las plazas. A oscuras, rozando la pared y el Falcon 64, entró por el garaje en la cocina. La luz del tubo fluorescente proyectaba sobre el mantel de hule la figura de Osvaldo, su padre. Frente al aparato de televisión, los pies sobre la banqueta, se incorporó con dificultad y se sirvió el último resto de vino que había en la botella. Recogió de la mesa el pan de la víspera y lo tostó para hacer sandwiches. Mientras cambiaba rápidamente los canales, dijo: –No hay nada que hacerle: equipo que no la juega ahí... –señaló el piso.

Santiago hizo una sonrisa de aprobación, mientras untaba con mayonesa el pan.

–A mí que no me vengan con todos estos inventos modernos –agregó Osvaldo, sin apartar la vista de la pantalla...



II

Tres cajas de biromes, negras, azules, rojas, cincuenta resaltadores... permanecía atento a la hoja mientras subía. Se detuvo cansado a cuatro escalones del primer piso. Pisó la colilla en la escalera de mármol. Todavía tenía humo en la boca, por lo que no respondió al lejano: ¡teléfono, Tano!

Lunes, lamentó. Levantó la vista y se enfrentó a la primera cara que bajaba tapada con una taza de café: Marta estaba malhumorada, aunque sostenía una mueca oportuna para cada compañero que veía en el trayecto hacia el Archivo. Bajaba ansiosa y segura de que ni bien terminara el café, el estudio de presupuestos y rastreo de morosos la libraría de cualquier actitud de convivencia.

El gordo Víctor entró en la oficina donde trabajaban la mayor parte del tiempo Marta, Santiago y don Anselmo. Agitado, la camisa transpirada, palpó el bolsillo del pantalón, sacó el pañuelo y secó las gotas en su frente. Los bronquios inflamados forzaban una respiración entrecortada, pausas prolon-

gadas para hablar. En los minutos que desperdiciaba en hacer preguntas de rutina, Marta aparentaba cifrar el contenido de unos biblioratos cuyas hojas habían pasado a ser su espejo hacía mucho tiempo. Víctor se sentó, se secó nuevamente la cara con el pañuelo y le dio unas carpetas con solapas que contenían facturas del mes anterior. Sin necesidad de indicaciones, ahora sentada frente al jefe de Compras, detrás de su escritorio, la mujer de rodillas anchas y aspecto de solterona, tomó las carpetas sin levantar la vista sobre los números de teléfono que había anotado en papeles de colores.

–Chequeá la mercadería y si falta algo reclamálo; no te olvides que necesitamos todo para esta tarde, ¿OK? –ordenó el gordo Víctor a Santiago, sin apartar la mirada del escote y las pecas de Marta, alucinando piernas bonitas debajo de la pollera escocesa que la mujer lavaba y planchaba como rito de los días sábados.

Anselmo esperó que el gordo Víctor se fuera para arrimarse a Santiago con una mueca de complicidad y narrarle una vez más alguna anécdota de la época en la que el padre del Tano trabajaba en el Taller Naval, que, tales eran sus palabras, dejaría de serlo pronto en manos de personas jóvenes y prepotentes. El viejo se jactaba de su experiencia en la empresa, del conocimiento acabado de cada empleado que había nacido o muerto en aquel cementerio de máquinas, muebles, polvillo y humo de cigarrillo. Asignaba, en los pocos relatos que había generado el lugar, que eran siempre distintos y a-bundantes gracias a la escucha sorda de Santiago, el mismo papel a cada compañero de antaño.

Santiago acudió al timbrazo insolente de un cadete, al tiempo que intentaba imaginar algún diálogo entre su padre y Anselmo, antes de que éste último fuera "don". Tomó la pequeña caja con forma de rectángulo, envuelta en papel madera. Una caja que era telón cerrado de una cara, que dejaba al descubierto (que no alcanzaba a cubrir) ese cuerpo endeble al que, mostrándole la espalda mientras buscaba un espacio para apoyar la encomienda, explicó cómo llegar al microcentro. Apoyó la boleta en la palma de la mano y con la otra hizo un garabato a ciegas, que enseguida extendió sin volverse, con el brazo doblado hacia atrás, al mocoso sin cara.

–Zulma nos tenía locos a todos, pibe... en verano, cuando se venía livianita... –se pellizcaba la camisa con olor a humedad. –Acá, en la oficina, no laburaba nadie, nene.

Decía esto mirando fijo a Santiago, que sonreía con afecto y compasión al mismo tiempo. Una llamada telefónica interrumpió el relato. Don Anselmo se apuró a concluir, pues se supo encomendado para algún mandado: –que en paz descanse, Tanito, uno parece que se burlara, pero no es así, la recuerda con afecto, pobrecita la Zulmita, más allá de las bromas, era una mina diez puntos...



III

Caminó acompañado por la mirada de un grupo de jóvenes que se unían

contra la intemperie bajo el techo de un conventillo. Miraban su piloto y sus zapatos gastados, al tiempo que pasaban de mano en mano la colilla de un porro.

Entró en el bar. El cigarrillo en el vértice de los labios, desabrochado el piloto, la mirada que se pretendía indiferente delante del espejo empotrado a una columna. Se pasó instintiva y fugazmente las manos por el pelo.

¿Hielo?

Secó la bandeja con el trapo de rejillas, apoyó la botella de ginebra, el vaso y el medidor; la sostuvo a la altura de la cara, un poco inclinada hacia abajo, sin abandonar un instante su condición inconsciente de malabarista, ni el intercambio de alegría y palabras con varios clientes a la vez.

Mi reloj marcaba la tardanza.

Santiago alzó el brazo e hizo un guiño cuando advirtió mi presencia. Pero yo sabía que no dejaba de pensar en Carla. Bebía a sorbos, como si sólo le interesara humedecerse los labios. De vez en cuando me dirigía alguna mímica incomprensible, o inflaba los pómulos con aire, para soplarlo rápidamente y volver a ofrecerme su perfil huesudo y bilioso.

¿Hielo? Se precipitó de nuevo el vozarrón de Raúl, sin dominio de la distancia, entrenado por el ruido de motores en la tarde. Santiago asintió con la cabeza. De inmediato, con el propósito de evadir el usual monólogo del mozo, inclinó la cabeza hacia el mostrador y fijó sus ojos en el aparato de televisión, que en la pantalla se arrimaron a los ojos del dueño: el gordo de calva y dientes con sarro que permanecía frente a las imágenes y a un costado de la caja, soltando su peso contra un banco detrás de las botellas de licor añejo.

Riendo por una broma que viajaba hasta él desde una punta del café, Raúl cambiaba un cenicero de lata por otro limpio, levantaba el vaso de Santiago y limpiaba la mesa con un trapo con lavandina.

Más tarde la puerta fue soltada hacia atrás. El chirrido provocó que el calor de las conversaciones disminuyera un instante. Como por acto reflejo, la mujer de pelo oscuro con ondas largas, maquillaje sobrio y uñas pintadas de blanco, fue rápidamente hacia la mesa ubicada cerca del mostrador y se sentó frente al Tano. Era la mujer que había caminado junto a él cerca del río, en silencio y serena, con quien había asistido pasivamente a la deserción de los días, al abandono que las estaciones depositan en los barcos. Pero ahora traía un inusitado esplendor en el rostro, estaba locuaz y hacía leer un aire de impaciencia a través de su mirada. Carla puso en el respaldo de la silla su tapado gris a cuadros, apoyó en el asiento una bolsa e incomprensiblemente, con el nerviosismo de un principiante, apoyó cinco "blotters" sobre la palma del Tano, que rápidamente los guardó en el bolsillo del piloto, adoptando una actitud de naturalidad como la forma más eficaz de disimulo. Ambos cambiaron sonrisas y falsas expectativas acerca de la conversación que mantendrían durante unos minutos. Coincidían, sin necesidad de palabras, en lo absurdo que resultaban los preludios en estas ocasiones.

–¿Falta algo? –preguntó pensando en el autismo del hombre de rasgos juveniles y aspecto de cansado.

–¿Falta algo? –insistió, ahora ante los ojos perdidos a la luz de los tubos fluorescentes. El Tano no respondió.

–Te juro que cuando me llamaste la semana pasada... Café. Con crema, perdón... –se interrumpió mirándose de reojo al espejo, se peinó con los dedos y enseguida prosiguió, como quien busca desconocer un silencio: –me juré que de una vez por todas iba a terminar con esta mierda, estoy harta de ser la mula y de ver a mis amigos sin otra ambición que pegar papel de cinco mangos o ácido berreta.

Yo hojeaba la Sexta Edición de Crónica y sentía su mirada subrepticia, veía su cara a través del espejo. Santiago seguía aún sin hablar, como si su silencio lo protegiera de falsos elogios o bien de la alusión que había hecho Carla. Permaneció un largo rato callado y luego de haber recuperado el sentido del encuentro, pactó sonrisas y preguntas en correspondencia con el ánimo de despedida de la mujer.

Cambiaron promesas y palabras de amabilidad antes de despedirse. Miró el andar sereno, alegre y relajado de Carla, con resistencia a borrar las imágenes de sí mismo, echado junto a ella en la cama con respaldo de bronce, entre las sábanas arrugadas, fumando, el humo hacia el techo, con conciencia del goce que le producía la inercia de aquellos atardeceres bajo el amparo de un cuerpo tibio, del deseo de una embarcación que lo llevara en dirección a un retorno épico, a un puerto donde el viento izara pañuelos de bienvenida.





IV

Se detuvo bajo el árbol de siempre, las manos en los bolsillos del piloto, elcigarrillo tambaleando en los labios, la ceniza a punto de caerse. Móni-ca se asomó al balcón. Desde allí era posible ver la plaza de cemento, sin canteros, con pocos árboles. La oscuridad hacía inútil su brazo en alto para llamar a Santiago, pero ella se esforzaba por agitarlo hasta el agotamiento, como si quisiera denunciarse ante el barrio en silencio o los jóvenes que miraban la vía y la soledad de la calle Garibaldi. Santiago estaba, una vez más, ciego ante el movimiento de la mujer, aunque reconoció fácilmente su minifalda blanca. El cigarrillo era ya una luz naranja que se iba apagando mesura-damente en el empedrado. Con fastidio, tal vez hasta olvidando en esos instantes a la mujer morocha que habría deplorado el viaje demorado de su marido, se sacudió el pantalón con ceniza que había caído del cigarrillo. Avanzó lentamente hasta el chirrido inconfundible de la puerta. Mónica no le aceptó el beso insípido y le mordió brutalmente los labios, que aún mantenían el gusto a ginebra; lo empujó por los hombros y echó el cuerpo hacia atrás, soltó una carcajada y subió la escalera del conventillo como quien busca escabullirse, moviendo la cadera de un costado al otro, en gesto de burla dirigido a las manos que, pese a no haber podido prensar allí mismo, de una vez por todas, la carne que transparentaba la tela blanca, triunfaron al entrar en el cuarto, donde la tenue luz de un velador alteraba la oscuridad.





V

–Es joven –se escuchó. La voz correspondía a un hombre de unos cua-renta años, con cabeza de enano y flequillo negro, sentado a la mesa que estaba a mi espalda.

–Eso pasa cuando uno se mete con minas medio colifas –interrumpió el mozo, mirando al Tano a través de los ventanales, su caminar extranjero, siempre maduro para el descubrimiento de algo irreal.

–Es joven –insistió el hombre de cabeza deforme, ahora dirigiéndose a mí sobre el vapor del café, con aires de superioridad. –Un desengaño nunca está de más –agregó.

La noche ya había ganado terreno suficiente para llevarse de vuelta a las gentes del bar. El ruido del televisor se acentuaba, copaba los espacios que iban quedando vacíos, a media luz. Raúl apoyó los antebrazos en una punta del mostrador, dispuesto a reír y escandalizarse un poco por las imágenes del noticiero de trasnoche. El hombre de cabeza deforme se fue acercando mediante cómicos saltitos, moviendo hacia atrás y adelante los brazos, para sumarse a las risas escandalizadas.

Aproveché aquel momento para releer lo último del cuento que algún día iría a publicar en el Suplemento Literario del diario barrial "Voces del Sur". Escribí durante un par de horas, sin interrupciones, hasta la madrugada. Serían aproximadamente las cuatro cuando guardé el cuaderno en el portafolios y decidí irme. Habría continuado escribiendo si no me hubiese dado cuenta del cansancio que pesaba en las ojeras y la cara mortecina de Raúl, que contemplaba a desgano los espacios vacíos mientras barría. El gordo roncaba sobre el mostrador, la cabeza en los brazos cruzados. Hasta mañana, dije, pero antes puse algunas monedas de propina sobre los tres billetes que había dejado debajo del plato de aceitunas. Raúl me respondió a través de un bostezo. El aparato de televisión seguía encendido y salpicaba ahora disparos de ametralladora, frente al autismo del gordo, contra el sopor del mozo.

Caminé por Pedro de Mendoza y doblé en Almirante Brown, estuve solo en la parada de colectivos, hasta que llegó un hombre vestido con un bleizer, un pantalón de vaqueros y zapatos con cordones. Era viejo y estaba borracho. Dijo una serie de estupideces e insultó a unos chicos que pedían monedas para poder viajar de regreso hacia la Isla Maciel. Subió al colectivo detrás de mí y no dejó de insultarlos sino una vez que lo distrajo la vista del río desde el Puente. Llegué a la redacción ya en comienzo del movimiento de mamelucos, trajes y almacenes de Dock Sur.

El jefe de Redacción estaba sentado frente a su escritorio, la luz del monitor resaltaba su rostro sarcástico. Fumaba un cigarrillo mentolado, me miraba de pies a cabeza y sonreía.

–Tráigase aquella silla –señaló un rincón de la redacción, la única silla que parecía no estar rota. Enseguida dejó que los lentes se deslizaran hacia abajo en la nariz de pajarraco y hojeó el texto sin dejar de fruncir el ceño un instante.

–Una historia de amor: ése bien podría ser el subtítulo, con letras de mayor tamaño, cargadas con más tinta –dijosonriente. –Ya sé, a usted le importan un carajo las clasificaciones genéricas...

–Puede llamarla de amor, como quiera, pero no sabría precisar qué casillero le corresponde –dije, con un tono

que mezclaba seguridad y vergüenza. –Sólo sé que pude escribir sobre acontecimientos relacionados con un vecino de la infancia y compañero en las divisiones inferiores de San Telmo. Si me hubiera visto jugar, créame, se alegraría de que me haya dedicado a la escritura –agregué, e inmediatamente me arrepentí de haber justificado mis intenciones ante el infeliz.

–No se preocupe –dijo con un tono que fingía seriedad. –Nunca voy a lograr que escriba algo –agregó y soltó una carcajada. –Creo haberlo repetido mil veces: escriba. Sea ridículo o tenga pretensiones de profundidad. Continúe la vida feliz de Raskolnikov fuera de Siberia; haga resucitar a Erdosain y cómprele un traje nuevo, o si prefiere, haga que dispare eternamente contra toda adolescente que ande con la mano en la bragueta de los hombres. Escriba. A favor o en contra del aborto, de los preservativos o de las muñecas inflables, elogie la labor de caridad que, infatigable, año tras año, emprende Papá Noel. Repudie a la Burguesía o al Proletariado. Lo mismo da, amigo... Lo mismo da.

Hizo una pausa.

–¿Piensa usted que podrá entregar su trabajo el miércoles? –preguntó seguidamente, sin otro ánimo que el de terminar la conversación en ese mismo instante.

Con una postura relajada en la silla, palpé el bolsillo de la camisa fingiendo haber olvidado el encendedor. Mientras el jefe me daba fuego proseguí, hablando con el cigarrillo en la boca: –necesito dos días más, por lo menos. ¿El sábado? –dije, sólo para escapar de ese agujero, ya seguro de que resignaría la publicación indefinidamente.

–Está bien. ¡Última oportunidad! dijo el pajarraco en tono jocoso.





VI

El bullicio de la madrugada se confundía entre el sueño y la vigilia; las voces viajaban desde el pasillo del con-ventillo hasta la humedad del cuarto. Palpó la mesita de luz, incómodo por la cabeza de la mujer sobre su pecho, pero no encontró el despertador.

–Se lo habrá llevado de viaje –se dijo, en alusión al marinero retacón que, horas atrás, había abandonado el cuarto cuyos muebles ya se avistaban, anunciaban la inminencia del día y la soledad de ambos. Por primera vez en su vida se sintió mezquino, pero lejos de molestarlo, esa sensación lo reconfortó, sobre todo cuando corroboró sin necesidad, movilizado por su propia mezquindad, que el bolsillo del piloto protegía, con la eficacia de un acorazado, los ácidos que él y la mujer que oficiaba de consuelo compartían a veces.

Antes de irse dejó la pava cerca de la hornalla encendida a fuego mínimo. Mónica aún dormía, desparramado su pelo en la almohada.

Al día siguiente salió más temprano, en compensación por horas extras que había trabajado el mes anterior. No fue al bar, ni siquiera se asomó a los ventanales, tal como solía hacer para comunicar sus esporádicas ausencias.

El papel sujeto con un clip a la carpeta se movía en una suerte de aleteo constante. Enviar mañana Fax a Burn Group, hablar con Gómez, pedir presupuestos: había anotado Marta antes de irse. Marcó la tarjeta.

En la Plaza Matheu merodeó los trazos imaginarios de una cancha que habían construido los chicos, a fuerza de buzos, camperas y mochilas.

Mientras yo veía que se sacaba el piloto y se arremangaba los pantalones, el pasado se presentaba nítido, irrespetuoso del orden fantasmagórico del recuerdo. El Tano en cuclillas, la pelota apenas sostenida con los dedos. Yo a su lado, la misma posición y mi brazo alrededor de su cuello. Ambos ante la cámara fotográfica de Osvaldo, sonrientes, huecos entre diente y diente; con despreocupación por el tiempo, por nuestra vida útil en las inferiores. Esperaba ahora que la pelota llegara a sus zapatos y les contagiara un poco de barro; disfrutaba del ansia de los pases que lo excluían, seguro de que no defraudaría cuando entrase en juego.





VII

Recostado en la cama, las piernas recogidas, oí el ruido del agua que se estrangulaba adentro de las paredes, sus pies descalzos que andaban sobre la alfombra azul. Entró en la habitación desarmando el turbante de toalla que envolvía su cabeza y cantando a media voz una canción cuya letra se me hacía confusa. Se puso una remera encima de los senos desnudos y se acostó a mi lado,boca arriba. Dejó de cantar y me dijo, sin entusiasmo, casi distraída, que la trama le gustaba. Calló de súbito, dejando flotar un suspiro fuerte en el aire. Pero mis verdaderos pensamientos estaban únicamente dirigidos hacia lo que yo, con la imposibilidad de justificar la sinrazón de la deslealtad, había venido elaborando durante un mes. Hacia la idea de que no tendría sentido ahondar en el desconcierto que iba a generar su desaparición, ni en los comentarios de sus compañeros de trabajo, ni en las hipótesis de Raúl ni del hombre con cabeza deforme. (En todo caso, valdría la pena una referencia a la tristeza que mataría a Osvaldo con la misma voracidad e inocencia de un animal salvaje).

–Ni Raskolnikov ni Erdosain. Alguien incapaz de reflexionar sobre sí mismo –pensaba. –Una historia que terminaría en la introducción.

Seguidamente mi ánimo se exacerbó, sentí felicidad y espanto a la vez.. Me dije: soy el ladrón de su único tesoro convertido en hembra, el Dios de su paraíso artificial, milagro y verdugo, el dueño de sus imágenes fabricadas con tinta y papel. Sentía entretanto el cuerpo de Carla a mi lado, tibio, embriagando con perfume a los espíritus del mal, sus piernas que se erizaban.

Horas más tarde, inclinada hacia mí en la cama con respaldo de bronce, ella me hablaría por primera y única vez de lo que pensó luego de su última actuación en el café, cuando ya el final se había precipitado a su imaginación:

–Su cuerpo y su rostro me lo imploraban aquella noche en el bar. Quería salvarse... el muy ingenuo buscaba la salvación.



VIII

La Plaza Matheu estaba ya a sus espaldas. El sol se ponía de rodillas ante el crepúsculo. Las voces devenían en zumbidos. La vía parecía el pasaje obligado para acudir al llamado de alguna sirena de barco que quebrara el soni

do continuado y ronco que lo guiaba hacia el Puerto.

Caminaba entre los rieles. A su derecha pasaba un auto desafiando la estrechez de la calle Garibaldi. En la plaza había brazos que llevaban bolsas vacías, disfraces llenos de cuerpo, fetos que se refugiaban al fuego de vientres y escupían brasas alrededor del cantero. Los juegos se aquietaban bajo el néctar del celaje. Alzó la cabeza: Mónica tenía apoyados los antebrazos en la baranda de hierro del balcón; la habitual carcajada de desenfado era ahora una sonrisa flemática, un sollozo que se enmascaraba detrás de la candidez de sus ojos. En un arrebato de éxtasis atinó a llamarlo con un grito de súplica; pero la madre palabra siempre abortaba delante de ellos. De todos modos terminó por volverse con apatía. Cerró fuertemente la puerta y entró en el cuarto.

Indiferente e ignorado, reanudó la marcha y se sintió aliviado por el cese del zumbido. Ahora tan sólo sentía... la humedad en su cuerpo... el pánico de los pájaros... el eco del tren a lo lejos... la cercanía del río... sus últimas imágenes en una ciudad a ciegas.



Gustavo A. Ramazzotti

sábado, 4 de abril de 2009

Carnada

Por Gustavo Ramazzotti

La ruta, un enigma que celosamente el sol protege de nuestra pretensión de conocer el rumbo, de nuestra vanidad que refracta la belleza del campo y de un cielo sin sombras. La solvencia de tus palabras, el recuerdo de tus arrogantes reclamos de optimismo, la fiebre de tus certezas, se escabullen entre los girasoles, entre un verde y un amarillo que finalizan en una franja visiblemente invisible, que la imaginación de un pincel traza contra cualquier voluntad. ¿Quién escucha ahora tus mentiras? Estoy seguro de que tu aislamiento no te favorece, la soledad de tu casita de pescador cerca de la playa no te colma, ya no existen otros que escuchen el ruido de tus botas sobre la tosca y aspiren la sangre de tus pasos en los médanos.
Hay mucha calma y cierto aburrimiento aquí, en el micro. Algunos se sirven café o abandonan sus ojos en la monotonía de los cardos, de los girasoles y los insectos.
La noche sobre la ruta. Cierro los ojos e imagino un color para mis pensamientos. Sólo algunas luces de automóviles resquebrajan tanta quietud.

Ni siquiera habría tenido que girar la cabeza para saber que se trataba de él con un sobrepeso de once años, con una expresión apática y la emoción reservada para siempre, me hubiera bastado con el olor de su colonia barata para decir Gabriel. Era un mediodía de impiadoso sol, en el parador se escuchaba el bullicio de los turistas que habían resignado por media hora el aire acondicionado del micro para comprar gaseosas frías y mover las piernas con mayor comodidad, sonaba un repiqueteo de latas y cubiertos, un ruido a abanicos improvisados con revistas o diarios plegados. Afuera, un suelo ardido y arbustos resecos. De todos modos había gestos de pronta recompensa en los rostros, una promesa de buen tiempo.
Le palmeé el hombro sin pronunciar palabra: el cigarrillo humeante en la comisura del labio, el bulto del revólver que se marcaba en su bolso marinero. No sentí pena por él, no, sino tristeza de verme en el espejo de su cara precipitadamente envejecida.
¿Cerveza?
No se pregunta- dijo, y se rió por única vez en el breve y último encuentro que iríamos a tener.
Me pidió un mapa de los pueblos vecinos, en los que entraba el micro, lo examinó con atención mientras bebía. Hizo anotaciones en una libreta de bolsillo, puso un billete de cinco pesos sobre el mostrador antes de irse. El motor encendido del micro interrumpía el sonido del silencio en los alrededores del parador y la ruta. Ni bien se puso en marcha hacia los otros pueblos supe que me sería vedado conocer su destino.
Para nosotros todo empezó aquella noche en la fiesta que había organizado el Pelusa para celebrar la sepultura de un cuatrimestre más de universidad y trabajo monótono de oficina. Mirta estaba sensual, sus ojos empequeñecidos por el alcohol y el humo de la marihuana, su sonrisa, su alegre resignación, que descendía desde su rostro y desembocaba en sus piernas cruzadas sobre el vestido celeste que aquella noche había estrenado para nosotros. Eran alrededor de las dos, a esa hora la cerveza ya escaseaba para el asombro de Inés, la adolescente que Mirta nos había presentado esa misma noche, y a la cual seguramente habría engatusado al invitarla, sin la previa confesión de que para Gabriel, el Pelusa, Alejandro y yo, esas piernas delicadas, esos ojos cándidos y esa cara arrogante, eran el botín que queríamos rapiñar, más allá del escándalo que pronunciaba su mirada entre seca y seca, entre las jarras de cerveza que se evaporaban al calor de nuestros labios. Inés no dejaba de escribir a través de su nerviosa sonrisa toda su desaprobación contra nosotros, pese a su temprana edad había asumido un rol decadente, portador de la moral que mantiene a raya la verdad de los mediocres. Ciertamente parecía ella no cuadrar en nuestro refugio, en la vieja casa en Flores, donde el Pelusa albergaba su soledad y nuestra apócrifa alegría.
-Es simple-, aseguraba Mirta, suspendiendo una copia de las llaves del piso en Palermo de Aznar, el gerente de la consultora en la que ella trabajaba, con quien había tenido previsibles y monótonos encuentros al atardecer, fuera del horario laboral, en ocasiones en las que su esposa salía de la ciudad por negocios vinculados con la empresa. Buscaba, sobre todo, la aprobación de Alejandro, hasta nuestro hartazgo y cierta limitación que sentíamos ante el rechazo de Inés.
Alejandro objetaba todo, colocaba un obstáculo detrás de otro, calculaba el imperativo del riesgo casi hasta el absurdo, con un interés, un interés verdadero, que pocas veces le habíamos visto manifestar por algo, sin perder de vista nada del relato de Mirta, que por momentos derivaba en una conspiración ingenua. Lo único que hasta el momento impedía la huida de Inés era el horario de los colectivos y el miedo a la oscuridad en los alrededores de la casa. Nunca develé el conjuro que nos llevó a interesarnos seriamente, más allá de la fantasía que vivimos esa noche respecto de las pequeñas cosas que podríamos hacer con el dinero y las joyas de Aznar y de su esposa. Alejandro hablaba sobre una casa en la Costa, en un lugar alejado, cerca de una playa abierta que se internara hacia el sur, la describía como si ya hubiese trascendido de su imaginación para convertirse en un nuevo refugio con pinos a su alrededor, fragancias de tilo y eucalipto. Algunos fines de semana serían diferentes, con el bullicio armónico del mar, Dionisos entraría por una ventana para sumarse a nuestros rituales nocturnos, ávidamente acorazados contra la barbarie de la ciudad, y beber de nuestro vino, de nuestra cerveza, de nuestro licor, cultivar nuestro cáñamo y deslizarse por el cuerpo de Mirta.
Durante la semana tuvimos solamente dos reuniones en las que atendimos con precisión algebraica todos los detalles de la operación.
-Los sábados salen siempre entre las diez y las diez y cuarto-, indicó Alejandro, consagrándose líder del plan. Vamos a dejar un margen de tiempo para contrarrestar cualquier imprevisto. Gaby y vos, Jorge -se dirigía hacia mí con infundada desconfianza- van a estar en el bar frente a la cochera de Aznar, para corroborar que se alejen de la zona.
Estábamos en el café, tal como estaba previsto, a tres cuadras aproximadamente del departamento de Aznar. Bebíamos cerveza y ocultábamos nuestra ansiedad con cigarrillos y vaguedades, pero sin dejar de mirar a cada rato el reloj empotrado a la pared detrás del mostrador, siempre atentos al celular que habíamos alquilado para informar sobre cualquier anomalía en los movimientos de los dueños de casa. Nos pusimos nerviosos al no recibir el llamado a la hora acordada, pero se lo atribuimos a una falla en el aparato. Esperamos diez o quince minutos más de la cuenta y fuimos hacia el departamento. Estábamos asustados, pero conservábamos un extraño éxtasis en la rapidez con la que consumíamos un cigarrillo tras otro y en nuestro andar de reyes anónimos en medio de la muchedumbre de Buenos Aires un viernes por la noche.
Cuando vi el auto del Pelusa vacío, con la puerta abierta, las luces de los departamentos, sentí una grave puntada en el pecho y un viento helado que hizo desaparecer la rara excitación que hasta allí me había acompañado junto a Gabriel. Pudimos entrar sin complicaciones en el edificio, gracias a que habíamos tomado el recaudo de hacer otro juego de llaves. Nuestros pasos inhibieron la intensidad de un sollozo que salió del departamento y se ahogó definitivamente al vernos parados junto a la puerta. Vimos al Pelusa en cuclillas frente al cadáver de Mirta tendido sobre la alfombra, la cabeza destrozada por un disparo, al costado de la mesa del comedor, nos miraba aturdido y hacía muecas para impedir un llanto que nos delatara. Pero los tres superamos el horror y tuvimos la cobarde lucidez de no marcar ningún objeto con nuestras huellas. Dejamos sola a Mirta. Toda su voluptuosidad devenía ahora en una mirada anónima y grotesca hacia nada.
En vano los buscamos. Se habían repartido la plata y las joyas. Por supuesto la dirección de Inés era falsa. Fuimos también a la pensión en Constitución, donde Alejandro había estado transitoriamente mientras buscaba casa para alquilar, pero el dueño nos dijo que hacía dos semanas ya que no vivía más allí.
Aquella misma noche pactamos la muerte de Alejandro, sólo con ello recobraban nuestros rostros una pequeña luz, pero la investigación policial hacía inminente nuestro repliegue, nuestra separación por un tiempo que fugó hacia otro tiempo. El Pelusa fue devorado por un cáncer pocos años después. Con Gabriel sólo tuve contacto dos meses atrás, cuando no pude contener el deseo de informarle sobre Alejandro. No sé por qué lo hice, quizá porque sabía que él sólo respiraba con la esperanza de conocer algún día su paradero.
Le mandé por correo la revista Todo Pesca, que organizaba la Fiesta de la Corvina Negra y distribuía su material en los pueblos que participaban. Había otorgado una medalla y dinero como primer premio a Alejandro, que había logrado pescar un ejemplar de veinte kilos. La foto pose de tapa delataba su impunidad sonriente, lo exhibía junto a su trofeo, al imponente pez de color pardo, con manchas negras y vientre plateado, que colgaba del anzuelo, prendido a la carnada.

Este pueblo ofrece una monotonía distinta, el tiempo se detiene en el movimiento de los cuerpos, en el extrañamiento de las miradas que me recuerdan permanentemente mi condición de gringo advenedizo. Pero ya me alejo de ellos, inclusive. Camino las desoladas calles hacia abajo en busca
del pueblo de pescadores, persiguiendo tus pasos en los médanos, están frescos... Es seguro que te enteraste de mi presencia, que voy directo a cavar la fosa del pasado y enterrarte junto con toda la inmundicia, te percibo cerca, escucho respirar con pánico tus huellas, que desaparecen para siempre en la arena que cubre el mar.

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Datos personales

Trabajador cultural, dedicado a la educación, la comunicación y la literatura. En 1998 publicó, junto con su escritor amigo, Carlos A. Ricciardelli, "Piedras contra un vidrio" y participó en la coordinación de la revista artístico cultural "Raskolnikov" durante los años 2003 y 2004.